Dos briks de leche, cuatro huevos y media hogaza de pan que podría
utilizar como arma. Es todo lo que le quedaba a Marinya en la despensa. Acababa
de ver medio tazón de leche cortada. Estaba guardada en la nevera, pero no
sabría decir cuántas horas habría funcionado en los últimos días, pocas. Sacó el
cajón de los cubiertos y comprobó que detrás quedaban ya pocos grivnas
escondidos.
Marinya respiró hondo. Su pelo, antes rubio, se veía gris,
mezcla de canas y ceniza. Imposible lavarlo, no salía bastante agua. Tocaba salir.
Marinya tenía pánico a salir. Tanto miedo que cuando sonaban
las sirenas bajaba al trastero en vez de ir al refugio, a pesar de las visibles
grietas en las paredes. Allí tenía un improvisado colchón de mantas entre las
que escondía su pasaporte ruso. Vivía sola desde que comenzó la guerra. Su esposo,
soldado, había sido movilizado hacia el sur. A estas alturas podría ser viuda y
no saberlo. No le gustaba pensar en ello… y no podía evitarlo.
Marinya rebuscó en el desorden del salón el brazalete de la
bandera ucraniana y la fotocopia de la documentación de su marido. La suya la
había “perdido”; temía tener problemas si la utilizaba. A la vez, no quería
deshacerse de su pasaporte, por si acaso.
Marinya bajó a la calle, rezando a la Fortuna por, en ese
orden, encontrar una tienda abierta, que quedase algo de comer y poder pagarlo.
Se oían disparos y explosiones esporádicas. Marinya recordó
con irreal nostalgia el primer día que salió, su miedo, cómo lloraba y corría
aterrorizada. Hoy caminaba despacio y sus lacrimales ya estaban secos.
Marinya confiaba en tener suerte. Lo que no tenía claro es
si la suerte era volver a casa sana y salva o no llegar.
Miguel Ángel Pegarz
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