
Imperaba en el lugar una tiranía por encima del poder establecido. Aunque existía un bien establecido sistema de mando, había un grupo de poder que dominaba por encima de toda consideración. Respetaban al Mando Supremo, aunque nunca estuvo claro si por su poder nominal, o porque aparte del cetro de mando tenía un lugar preferente entre Los Antiguos. El Monacato tenía por función cuidar de los Ancianos. Con lo expuesto hasta ahora alguien podría pensar que los Ancianos gozarían de gran respeto y poder, pero nada más lejos de la realidad. Los Ancianos eran meros peones con los cuales se cumplía la labor encomendada para recibir los diezmos del Virreinato, pero para pocos de los Antiguos eran una prioridad. Los Antiguos eran los miembros que más tiempo llevaban desarrollando su labor en el Monacato. El movimiento era bastante fluido, por la estructura general de los Monacatos, y su línea de poder oficial, pero raramente alguno de los Antiguos se movía de su puesto. Distaban mucho de ser un grupo unido y homogéneo. Lejos de ello el Monacato constituía una auténtica corte, llena de intrigas y enfrentamientos, abiertos u ocultos. Muchas veces los nuevos acólitos, de diversos puestos en la estructura oficial, trataban de cambiar el sistema. Entonces es cuando topaban con Los Antiguos. La Línea Ancestral de trabajo no debía cambiar, especialmente si trataba de convertir en el elemento principal a los Ancianos. Por nada del mundo debía alterarse el status quo. Lo contrario supondría dificultades para la clase acomodada. Por ello cuando alguien insistía en los cambios Los Antiguos a una se encargaban de persuadirle o anularle. Realmente esto era lo único que les unía, completamente divididos en mil grupos por rencillas personales que ya casi ni recordaban. Alguno quedaba aún, que pese a tener un puesto por derecho propio entre Los Antiguos, continuaba fiel al poder oficial. El Mando Supremo se mantenía ocupado en mantener su status ante el virreinato, y su único interés es que la apariencia fuese modélica y los problemas no traspasaran los muros del Monacato. Tras eones bajo las reglas no escritas, cada vez eran menos los acólitos que no se limitaban a agachar la cabeza y seguir la corriente. Y así transcurría la vida, imperturbable para los ojos ajenos, en el Monacato.
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