Desde que ascendiera en la escala social, la obsesión de
Horacio Benoit siempre fue “un buen reloj, de señor”. Planificó un viaje a
Suiza exclusivamente para que le fabricaran uno, haciendo alarde de la fortuna
familiar. Era un reloj precioso, de oro con profusa filigrana. Ni que decir
tiene, la maquinaria era perfecta. Pero a Horacio Benoit no le pareció
bastante, quería algo más exclusivo. En la cara interior de la tapa fue grabado
el perfil de Don Horacio y el apellido Benoit en letras góticas. Sólo entonces
se dio por satisfecho.
Ernesto Benoit malvendió la fábrica, luego la biblioteca,
después el palacete familiar para mudarse a una casa más modesta… Hoy vendía en
una casa de empeños el reloj que su padre, el gran Horacio Benoit, de Conservas
Selectas Benoit, le había legado. Era eso o perder la casa.
De su padre, Daniel Benoit sólo tenía el apellido. Su madre
los alejó de él cuando sólo contaba tres años. Ella le contó que su adicción al
juego lo había echado todo por la borda. Le abandonó antes de que los hundiera
con él. La historia familiar la fue hilando Daniel con retazos de conversacines
breves entre los múltiples trabajos de su madre para llegar donde la beca no
alcanzaba. Lo que fuera para que llegara a ser el arquitecto que es hoy.
Daniel no sabe si es su herencia o las historias de su
madre, pero desde que empezó a despuntar como arquitecto sólo se ha permitido
un lujo extravagante: coleccionar relojes de mano. Fue ver aquella filigrana y
enamorarse. Entró con ánimo de regatear, se veía algo gastado y podía mejorar
el precio. Pero cuando abrió la tapa y vio aquel perfil barbudo y esas letras
góticas, depositó un fajo de billetes sin rechistar sobre el mostrador del
anticuario.
Miguel Ángel Pegarz
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